martes, 19 de enero de 2021

Pecados

 Yo te codicio

Tú me lujurias

Él me envidia

Nosotros de la mano volamos

Vosotros pasaréis de página

y ellos...

Ellos me dan pereza.

jueves, 14 de enero de 2021

El parque

Te escuecen los ojos, están resecos. Parpadeas largo para calmar las ascuas encerradas en el cristalino. Cuando los vuelves a abrir estás sentado en el banco de tu parque favorito. Las cadenas del columpio están oxidadas, chirrían con el viento. La hojarasca ha cubierto la tierra y pequeños y escandaloso montones danzan en círculos, formando torbellinos. Recuerdas cómo tu abuela te ayudaba a saltar esas corrientes de aire. Con tan solo la fuerza de un brazo era capaz de separar tus pies del suelo y volver a aterrizar, volando también por encima de los charcos.

Has perdido tu querida pelota, aquella que te regalaron por tu cumpleaños, y ya no quedan niños con los que jugar. Tu madre aún no ha ido a recogerte. Cada minuto que pasas esperándola son sesenta segundos de eternidad. En definitiva, no es un buen día. Debe haberse retrasado en el trabajo y tienes hambre. Lo sabes porque tus tripas rugen como los leones de los documentales, no como los del zoo. Esos solo espantan moscas. Lo único que puede consolarte ahora es un buen plato de macarrones de lo que hace tu padre, con carne picada y el tomate sin calentar.

Fuerzas la vista y te fijas en el barro que aguarda en la bajada del tobogán. Quizá por eso no hay nadie en el parque. El otoño es triste porque vacía los parques, no porque desnude los árboles. Y, entonces, te decides. Eres un valiente, el más valiente del colegio. Te vas a tirar por el tobogán aunque te llenes de barro y te abronquen en casa. Nada frena a los aventureros como tú.

Sin embargo, antes de levantarte ves la libreta que descansa en tu regazo. Parece una de esas agendas de mayores, de esas que llevan los adultos con traje. La abres por el día de hoy, la curiosidad se pega a los niños como los chicles a las tripas. En la página marcada por la guía de tela, una única anotación:

«Tu hijo viene a recogeros a las 12:30»

El horizonte arranca a correr a la fuga y el suelo se aleja hasta que te cuelgan los pies. Empequeñeces, te haces diminuto. En ese instante, te ves el dorso de tu mano temblorosa, las arrugas cuartean tu piel y las venas azules hinchan sus ríos. Una vida entera gastada en un segundo. Miras a tu alrededor buscando el abrazo de tu madre, ahí siempre te sentiste a salvo. Tarda demasiado en ir a rescatarte. «No se lo voy a perdonar nunca», piensas.

De repente, una pequeña mano coge la tuya y tira de ella con insistencia. Te hace daño en el hombro con sus tirones. No habías visto nunca a esa niña, ni siquiera sabes de dónde ha salido.

— Abuelo, no te encontraba. Papá ya ha venido a por nosotros. ¡Vamos!

En ese momento miras a la niña a los ojos y ese tono marrón cielo hace menos peligroso el mundo. De nuevo, vuelves a estar en casa.

domingo, 3 de enero de 2021

El viejo roble

 

Se desveló de madrugada, pero no le importó, adoraba verla dormir. A pesar de la noche, la luz de los relámpagos dibujaba a tirones el contorno del mundo. Le apartó el pelo de la cara con suma delicadeza y la besó con suavidad. Ella no hizo el más mínimo gesto, estaba sumida en el sueño más profundo. En ese instante de su vida era feliz y era consciente de ello, que es lo más difícil. Se levantó con cautela para evitar que el movimiento del colchón le molestara y se apoyó en el quicio de la ventana para observar la tormenta. Cientos de gotas atentaban débiles contra el cristal, simulando un cuadro al óleo.

Su atención se fijó en aquel viejo roble que coronaba la colina. Aún recordaba los cuentos que le contaba su padre a la sombra de aquel majestuoso árbol. Lo admiraba porque ni las inclemencias del tiempo conseguían quebrar sus ramas. Siempre firme, siempre erguido.

De repente, la luz cegadora de un rayo cercano lo asustó. «¡Qué estúpido!», pensó. Cuando volvió a mirar al majestuoso árbol, su silueta había cambiado. «Quizá no es tan fuerte como pensaba», se decepcionó. Sin embargo, poco a poco la nitidez fue volviendo a sus ojos. No era una rama lo que pendía de aquella sombra. El corazón se le empezó a acelerar a un ritmo incontrolable hasta el punto de sentir que le rompía el tórax y escapaba de su cuerpo. Lo que yacía colgado era una mujer de largo cabello y camisón a medio muslo. Perdió la respiración en mitad del miedo. El terror le obligó a sentarse en la cama, sin habla. Con la poca voluntad que le quedaba estiró el brazo para despertar a su mujer, pero ella ya no estaba.

Sonrisa de verano

 

Los cálidos rayos del sol acariciaban el rostro del niño con los ojos cerrados. El paisaje azul y tranquilizador de la playa lo rodeaba como lo hacían sus familiares cuando soplaba las velas de la tarta de cumpleaños. A pesar de no abrir los ojos, la felicidad no se borraba de su sonrisa.

De vez en cuando, alguna gaviota tapaba el sol, con su grito desgañitado, y la sombra lo abrigaba durante unos segundos. Esta ruptura de la quietud del paisaje le hacía sentir que vivía dentro de un cuadro de museo en movimiento. La brisa permanente peinaba su melena rubia de felino fiero y la fina arena se colaba entre los dedos de sus pies tan suavemente que a menudo le hacía cosquillas. Disfrutaba aquel instante, ajeno a la huella que iba dejando en él aquel momento, forjando su valentía y su sonrisa como si de acero se tratara.

Ese día de playa se había convertido en un recuerdo permanente al que recurría si necesitaba escapar a un remanso de paz sin que él se diera cuenta. Era su gran tesoro que guardaba en la caja fuerte de su memoria, la cual abría cuando necesitaba contemplar su riqueza intangible. 

Aún oía a su cariñosa madre persiguiéndolo en un divertidísimo juego y cómo, con suma delicadeza, le limpiaba la arena de su cara con sus manos las cuales, para él, eran el lugar más seguro del mundo. Aquellos brazos, que solo apretaban para protegerlo, estaban grabados en su piel, como una agradable cicatriz. 

El agua del mar lo aterraba. Era un lugar frío y desconocido que no dudaría en engullirlo aprovechando el mínimo descuido, una bestia tan inmenso que acababa en la línea lejana donde empezaba el cielo. Pero cogido a su madre sabía que no tenía nada que temer. 

Aquel verano aprendió a nadar y el miedo desapareció. Ya no existían monstruos gigantescos, tan solo el orgullo de haberlo derrotado.

Sin embargo, cuando abrió los ojos, se encontraba demasiado lejos de aquel tiempo y aquel lugar. La tranquilidad de la playa había desaparecido como esa estrella fugaz que se desvanece antes de que puedas pedirle el deseo.

Todo era muy diferente allí donde estaba. El canto intermitente de las gaviotas había sido sustituido por un ruido constante y aterrador capaz de percutir cualquier oído. Los taladros que actuaban no muy lejos de él le hacían perder el hilo de sus recuerdos. El paisaje azul brillante se había teñido de un tono gris entristecido, convirtiendo la fina arena, que le hacía cosquillas en los pies, en escombros de edificios derruidos que le hacían perder el equilibrio. El dorado de su melena se escondía bajo el polvo levantado por cientos de paredes cansadas de resistir los maltratos. Por ese entonces, las sombras, que ya no abrigaban como antes, eran producidas por los aviones bombarderos. Las carreras las protagonizaban militares armados cuyas botas golpeaban el suelo en vez de correr sobre él.

En el momento en el que el niño se daba de bruces con la verdad, escuchó el sonido metálico de una pistola a escasos milímetros de su oído. Sentía el gélido acero presionándole la sien. Ya no quedaban caricias que recibir, solo sus cicatrices. Pero él ya no tenía miedo porque su madre le había enseñado a nadar el verano anterior, tenía experiencia tratando con monstruos inhumanos. Así que decidió cerrar los ojos para volver a aquel recuerdo feliz antes del estruendo del cañón.

La realidad lo alcanzó con la sonrisa del verano en la cara.

El asesinato de una crisálida

 

El tiempo corre mucho más rápido que mis pies, me asusta. Cierro los ojos, recapacito y me doy cuenta de que, de la ilusión del principio, solo queda una piedra que me impide tomar la puerta de salida. La miro, y cuando la desafío con valentía, ya no hay vuelta atrás. El insecto que evolucionaba en mi estómago ya no es para mí, sus alas abandonarán las cosquillas para empezar a hacerme daño. En ese momento sé que me mancharé las manos, lo estrangularé. Como consecuencia, deberé cargar la piedra que me cerraba la puerta en el zurrón de los fracasos, de las decepciones, de los miedos. Tendré que hacerle un hueco junto al resto de guijarros con los que tropecé y ahora luzco sus eternas cicatrices.

El asesinato de una crisálida (poemario)

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Suelo empapado

 

Llueve,

pero nadie admira el suelo empapado.


Las gotas mueren contra el cristal,

pasos que se quedan en el umbral,

cada una, obra de arte.


Ella, con la frente fija en una pintura,

yo, con la mente fija en su cintura.


Llueve,

pero nadie admira el suelo empapado.


Paraguas abiertos al cielo,

personas cerradas por miedo,

mosaicos perdidos en el tiempo.


Miradas en los tejados,

cientos de papeles mojados,

miles de sueños atormentados,

sociedad de gritos ahogados.


Su cuerpo en mi piel recordado,

mi sentido a sus brazos atado.


Llueve,

pero nadie admira el suelo empapado.


Pequeñas historias cayendo,

citas antes de tiempo,

besos, de dolor sufriendo.


Gatos callejeros huyendo,

ramas al peso cediendo,

abrazos, de frío permaneciendo.


Llueve,

pero nadie admira el suelo empapado.


Ríos fuera de zona,

el viento meciendo las hojas,

bares vacíos de copas.


Una vieja cama rota,

cuentos sobre tu boca,

caricias bajo la ropa.


Llueve,

pero nadie admira el suelo empapado.


Cierro los ojos

y todo lo veo,

para cuando los abra

ya estaré ciego.


Segundo premio en el concurso de literatura joven de El Campello en 2018

Un halo del pasado

 

Alumbrado por una vela a punto de consumirse, el capitán de aquel navío escribía las memorias de las miles de aventuras que habían dado de sí los últimos cincuenta años, rodeado de ese Dios tan temido llamado océano. La pluma de gaviota, remojada en el bote de tinta de calamar, permitía un trazo preciso sobre el papel aunque repleto de faltas ortográficas debido a que en alta mar no se imparte ningún tipo de enseñanza. En el camarote oscuro, los recuerdos y el sonido del frotar del papel con la pluma hicieron que pisara tierra firme después de tantos años. Sus pensamientos estabilizaban el suelo que pisaba, aislándolo de la realidad que lo cercaba. Lo único que le hacía despertar era el resoplar del viento sobre la cubierta.

Sus recuerdos no se tambaleaban menos que el barco. Se le hacía duro admitir que su pasado había sido más largo y emocionante de lo que sería su futuro. Nadie lo esperaría en el siguiente puerto, ni lo echaría de menos cuando su porvenir se extinguiera. En realidad, el resto del mundo solo era eso, el resto del mundo; lo que de verdad le ardía por dentro era que ella no lo acompañara.

Entre sus múltiples historias se encontraba la vez que consiguió rescatar a uno de sus marineros entrando de polizón en una embarcación de piratas indonesios. No podría faltar la hazaña de salir todos vivos de aquella gran tormenta que los alcanzó en alta mar, o el haber erradicado el brote de sarampión que segó la vida de siete tripulantes. El calamar de veinte metros tampoco fue capaz de hundirlos en el olvido.

Pero la historia que lo atormentaba no era otra que la de ella, la que desde el primer instante le surcó el alma. Su cabello era largo y más dorado que todos los tesoros robados de Barbanegra. Su piel pálida poseía una suavidad y finura que no era comparable ni con la seda asiática. Llevaba el pecho descubierto, ajena a la brutalidad del deseo humano. La delicadeza le llegaba casi a besar la ingle, pues a partir de ahí le nacía un apéndice cubierto de escamas plateadas y brillantes, capaces de deslumbrar al mismo sol incesante del Ecuador. Era el más puro ideal de belleza.

Sus ojos curiosos habían asomado por estribor la noche que él hacía guardia. El por entonces marinero raso no había atinado a emitir sonido alguno, lo que les permitió unos momentos a solas. Aquel marinero hipnotizado se acercó a la fantástica criatura y ésta, venciendo su miedo, no soltó los brazos de la madera. Ninguno lo pudo evitar: a ella la empujó la curiosidad y a él, el hechizo en el que se había visto envuelto; así que se unieron sus labios que sabían a dulce sal marina.

En eso, su sustituto de la guardia interrumpió. Al ver a aquel hermoso ser, el intruso quedó perplejo durante unos segundos que se hicieron eternos para los tres. Sin embargo, fue peor lo que vino después. Cuando el hombre volvió en sí, hizo ademán de avisar al resto de la tripulación, pero él no podía permitírselo: si hubieran conocido la existencia de la sirena, la habrían perseguido por todos los mares hasta dar con ella. La navaja fue más rápida que la sensatez y pronto cayó al suelo el cuerpo sin vida del delator. La sirena, al ver ese reflejo de crueldad en los ojos del hombre que la había besado, se escondió horrorizada en las profundidades marinas. En cambio, él dejó caer el cadáver por la borda sin ningún viso de arrepentimiento por lo que acababa de hacer.

Los rumores sobre la desaparición del marinero que se crearon fueron tan dispares como erróneos, lo que le proporcionó un salvavidas sin apenas buscarlo. Él permanecía lejos del sentimiento de culpa. La imagen y el sabor de aquella joven que se repetía en su cabeza no dejaban hueco a los remordimientos.

Pasaron los años y su obsesión seguía repitiéndose en sueños. El ya capitán se había convertido en una habitación oscura buscando un rayo de luz, en un necio anhelando una sombra del pasado. Cuanto aquel día había sido permanecía oculto allá donde la luz solar nunca ha osado a hacer acto de presencia.

Aquella noche no pudo más y dejó de escribir; ya se había cansado de que su presente se atara a aquel escritorio de madera. El tiempo postrado en esa silla, fingiendo que su vida había sido un mar de aventuras apasionantes, se había perdido en el bote de tinta de calamar. La losa de su apariencia pesaba más que los años de trabajo lejos de tierra firme.

Miró la hora en el reloj de bolsillo que guardaba en el compartimento secreto de su chaqueta. Lo hizo por costumbre, no por necesidad. Cuando no hay marcha atrás no importa el tiempo que ha pasado, sino el tiempo que queda. Esas agujas de plata ya no le decían nada.

La tripulación festejaba en la bodega del barco por la Virgen del Carmen, patrona de los marineros. Aprovechó el alboroto para coger una de las redes y subir a la cubierta que había quedado vacía. Tuvo que dar dos viajes más, aunque esta vez a un piso superior, para subir un par de balas de cañón. Después de haberse atado los materiales a los tobillos, los lanzó con gran esfuerzo al mar y se dejó arrastrar por el peso y la fuerza de la gravedad. Hubiera dado la vida por la ínfima posibilidad de verla por última vez. Descendía a un ritmo de vértigo.

Las burbujas producidas por el movimiento y por el poco aliento que le quedaba le acariciaban la cara, como si el mar se despidiera de él con el cariño de una madre. Al dispersarse la cortina de aire atrapado, allí, al otro lado, pudo ver aquel cabello rubio que brillaba a pesar de la oscuridad de la noche. Aquellos reflejos iluminaron la penumbra de los últimos años, de ese sentimiento de soledad. Los ojos curiosos que un día conoció permanecían jóvenes, pero él sentía la decepción que guardaban. La belleza no se había alejado de su piel, era más fuerte que el paso del tiempo. Su último esfuerzo lo empleó en sonreírle.

El sueño se adueñó de él con el corazón tranquilo y, en poco tiempo, su cuerpo besó el suelo como si se tratara de su pluma, ahora descansando sobre el escritorio. Al final no supo si de verdad la consiguió ver o tan solo fueron alucinaciones debido a la falta de oxígeno en el cerebro, pero el capitán murió con una sonrisa en el rostro.


Segundo premio de relato breve en el concurso de literatura joven de El Campello.

Lo de Carmen no me mola

 Es posible que en las últimas semanas hayas estado de viaje con el móvil en modo avión (lo recomiendo). Quizá seas una persona huraña que a...