jueves, 14 de enero de 2021

El parque

Te escuecen los ojos, están resecos. Parpadeas largo para calmar las ascuas encerradas en el cristalino. Cuando los vuelves a abrir estás sentado en el banco de tu parque favorito. Las cadenas del columpio están oxidadas, chirrían con el viento. La hojarasca ha cubierto la tierra y pequeños y escandaloso montones danzan en círculos, formando torbellinos. Recuerdas cómo tu abuela te ayudaba a saltar esas corrientes de aire. Con tan solo la fuerza de un brazo era capaz de separar tus pies del suelo y volver a aterrizar, volando también por encima de los charcos.

Has perdido tu querida pelota, aquella que te regalaron por tu cumpleaños, y ya no quedan niños con los que jugar. Tu madre aún no ha ido a recogerte. Cada minuto que pasas esperándola son sesenta segundos de eternidad. En definitiva, no es un buen día. Debe haberse retrasado en el trabajo y tienes hambre. Lo sabes porque tus tripas rugen como los leones de los documentales, no como los del zoo. Esos solo espantan moscas. Lo único que puede consolarte ahora es un buen plato de macarrones de lo que hace tu padre, con carne picada y el tomate sin calentar.

Fuerzas la vista y te fijas en el barro que aguarda en la bajada del tobogán. Quizá por eso no hay nadie en el parque. El otoño es triste porque vacía los parques, no porque desnude los árboles. Y, entonces, te decides. Eres un valiente, el más valiente del colegio. Te vas a tirar por el tobogán aunque te llenes de barro y te abronquen en casa. Nada frena a los aventureros como tú.

Sin embargo, antes de levantarte ves la libreta que descansa en tu regazo. Parece una de esas agendas de mayores, de esas que llevan los adultos con traje. La abres por el día de hoy, la curiosidad se pega a los niños como los chicles a las tripas. En la página marcada por la guía de tela, una única anotación:

«Tu hijo viene a recogeros a las 12:30»

El horizonte arranca a correr a la fuga y el suelo se aleja hasta que te cuelgan los pies. Empequeñeces, te haces diminuto. En ese instante, te ves el dorso de tu mano temblorosa, las arrugas cuartean tu piel y las venas azules hinchan sus ríos. Una vida entera gastada en un segundo. Miras a tu alrededor buscando el abrazo de tu madre, ahí siempre te sentiste a salvo. Tarda demasiado en ir a rescatarte. «No se lo voy a perdonar nunca», piensas.

De repente, una pequeña mano coge la tuya y tira de ella con insistencia. Te hace daño en el hombro con sus tirones. No habías visto nunca a esa niña, ni siquiera sabes de dónde ha salido.

— Abuelo, no te encontraba. Papá ya ha venido a por nosotros. ¡Vamos!

En ese momento miras a la niña a los ojos y ese tono marrón cielo hace menos peligroso el mundo. De nuevo, vuelves a estar en casa.

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