Se desveló de madrugada, pero no le importó, adoraba verla dormir. A pesar de la noche, la luz de los relámpagos dibujaba a tirones el contorno del mundo. Le apartó el pelo de la cara con suma delicadeza y la besó con suavidad. Ella no hizo el más mínimo gesto, estaba sumida en el sueño más profundo. En ese instante de su vida era feliz y era consciente de ello, que es lo más difícil. Se levantó con cautela para evitar que el movimiento del colchón le molestara y se apoyó en el quicio de la ventana para observar la tormenta. Cientos de gotas atentaban débiles contra el cristal, simulando un cuadro al óleo.
Su atención se fijó en aquel viejo roble que coronaba la colina. Aún recordaba los cuentos que le contaba su padre a la sombra de aquel majestuoso árbol. Lo admiraba porque ni las inclemencias del tiempo conseguían quebrar sus ramas. Siempre firme, siempre erguido.
De repente, la luz cegadora de un rayo cercano lo asustó. «¡Qué estúpido!», pensó. Cuando volvió a mirar al majestuoso árbol, su silueta había cambiado. «Quizá no es tan fuerte como pensaba», se decepcionó. Sin embargo, poco a poco la nitidez fue volviendo a sus ojos. No era una rama lo que pendía de aquella sombra. El corazón se le empezó a acelerar a un ritmo incontrolable hasta el punto de sentir que le rompía el tórax y escapaba de su cuerpo. Lo que yacía colgado era una mujer de largo cabello y camisón a medio muslo. Perdió la respiración en mitad del miedo. El terror le obligó a sentarse en la cama, sin habla. Con la poca voluntad que le quedaba estiró el brazo para despertar a su mujer, pero ella ya no estaba.
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