Los cálidos rayos del sol acariciaban el rostro del niño con los ojos cerrados. El paisaje azul y tranquilizador de la playa lo rodeaba como lo hacían sus familiares cuando soplaba las velas de la tarta de cumpleaños. A pesar de no abrir los ojos, la felicidad no se borraba de su sonrisa.
De vez en cuando, alguna gaviota tapaba el sol, con su grito desgañitado, y la sombra lo abrigaba durante unos segundos. Esta ruptura de la quietud del paisaje le hacía sentir que vivía dentro de un cuadro de museo en movimiento. La brisa permanente peinaba su melena rubia de felino fiero y la fina arena se colaba entre los dedos de sus pies tan suavemente que a menudo le hacía cosquillas. Disfrutaba aquel instante, ajeno a la huella que iba dejando en él aquel momento, forjando su valentía y su sonrisa como si de acero se tratara.
Ese día de playa se había convertido en un recuerdo permanente al que recurría si necesitaba escapar a un remanso de paz sin que él se diera cuenta. Era su gran tesoro que guardaba en la caja fuerte de su memoria, la cual abría cuando necesitaba contemplar su riqueza intangible.
Aún oía a su cariñosa madre persiguiéndolo en un divertidísimo juego y cómo, con suma delicadeza, le limpiaba la arena de su cara con sus manos las cuales, para él, eran el lugar más seguro del mundo. Aquellos brazos, que solo apretaban para protegerlo, estaban grabados en su piel, como una agradable cicatriz.
El agua del mar lo aterraba. Era un lugar frío y desconocido que no dudaría en engullirlo aprovechando el mínimo descuido, una bestia tan inmenso que acababa en la línea lejana donde empezaba el cielo. Pero cogido a su madre sabía que no tenía nada que temer.
Aquel verano aprendió a nadar y el miedo desapareció. Ya no existían monstruos gigantescos, tan solo el orgullo de haberlo derrotado.
Sin embargo, cuando abrió los ojos, se encontraba demasiado lejos de aquel tiempo y aquel lugar. La tranquilidad de la playa había desaparecido como esa estrella fugaz que se desvanece antes de que puedas pedirle el deseo.
Todo era muy diferente allí donde estaba. El canto intermitente de las gaviotas había sido sustituido por un ruido constante y aterrador capaz de percutir cualquier oído. Los taladros que actuaban no muy lejos de él le hacían perder el hilo de sus recuerdos. El paisaje azul brillante se había teñido de un tono gris entristecido, convirtiendo la fina arena, que le hacía cosquillas en los pies, en escombros de edificios derruidos que le hacían perder el equilibrio. El dorado de su melena se escondía bajo el polvo levantado por cientos de paredes cansadas de resistir los maltratos. Por ese entonces, las sombras, que ya no abrigaban como antes, eran producidas por los aviones bombarderos. Las carreras las protagonizaban militares armados cuyas botas golpeaban el suelo en vez de correr sobre él.
En el momento en el que el niño se daba de bruces con la verdad, escuchó el sonido metálico de una pistola a escasos milímetros de su oído. Sentía el gélido acero presionándole la sien. Ya no quedaban caricias que recibir, solo sus cicatrices. Pero él ya no tenía miedo porque su madre le había enseñado a nadar el verano anterior, tenía experiencia tratando con monstruos inhumanos. Así que decidió cerrar los ojos para volver a aquel recuerdo feliz antes del estruendo del cañón.
La realidad lo alcanzó con la sonrisa del verano en la cara.
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