domingo, 3 de enero de 2021

Un halo del pasado

 

Alumbrado por una vela a punto de consumirse, el capitán de aquel navío escribía las memorias de las miles de aventuras que habían dado de sí los últimos cincuenta años, rodeado de ese Dios tan temido llamado océano. La pluma de gaviota, remojada en el bote de tinta de calamar, permitía un trazo preciso sobre el papel aunque repleto de faltas ortográficas debido a que en alta mar no se imparte ningún tipo de enseñanza. En el camarote oscuro, los recuerdos y el sonido del frotar del papel con la pluma hicieron que pisara tierra firme después de tantos años. Sus pensamientos estabilizaban el suelo que pisaba, aislándolo de la realidad que lo cercaba. Lo único que le hacía despertar era el resoplar del viento sobre la cubierta.

Sus recuerdos no se tambaleaban menos que el barco. Se le hacía duro admitir que su pasado había sido más largo y emocionante de lo que sería su futuro. Nadie lo esperaría en el siguiente puerto, ni lo echaría de menos cuando su porvenir se extinguiera. En realidad, el resto del mundo solo era eso, el resto del mundo; lo que de verdad le ardía por dentro era que ella no lo acompañara.

Entre sus múltiples historias se encontraba la vez que consiguió rescatar a uno de sus marineros entrando de polizón en una embarcación de piratas indonesios. No podría faltar la hazaña de salir todos vivos de aquella gran tormenta que los alcanzó en alta mar, o el haber erradicado el brote de sarampión que segó la vida de siete tripulantes. El calamar de veinte metros tampoco fue capaz de hundirlos en el olvido.

Pero la historia que lo atormentaba no era otra que la de ella, la que desde el primer instante le surcó el alma. Su cabello era largo y más dorado que todos los tesoros robados de Barbanegra. Su piel pálida poseía una suavidad y finura que no era comparable ni con la seda asiática. Llevaba el pecho descubierto, ajena a la brutalidad del deseo humano. La delicadeza le llegaba casi a besar la ingle, pues a partir de ahí le nacía un apéndice cubierto de escamas plateadas y brillantes, capaces de deslumbrar al mismo sol incesante del Ecuador. Era el más puro ideal de belleza.

Sus ojos curiosos habían asomado por estribor la noche que él hacía guardia. El por entonces marinero raso no había atinado a emitir sonido alguno, lo que les permitió unos momentos a solas. Aquel marinero hipnotizado se acercó a la fantástica criatura y ésta, venciendo su miedo, no soltó los brazos de la madera. Ninguno lo pudo evitar: a ella la empujó la curiosidad y a él, el hechizo en el que se había visto envuelto; así que se unieron sus labios que sabían a dulce sal marina.

En eso, su sustituto de la guardia interrumpió. Al ver a aquel hermoso ser, el intruso quedó perplejo durante unos segundos que se hicieron eternos para los tres. Sin embargo, fue peor lo que vino después. Cuando el hombre volvió en sí, hizo ademán de avisar al resto de la tripulación, pero él no podía permitírselo: si hubieran conocido la existencia de la sirena, la habrían perseguido por todos los mares hasta dar con ella. La navaja fue más rápida que la sensatez y pronto cayó al suelo el cuerpo sin vida del delator. La sirena, al ver ese reflejo de crueldad en los ojos del hombre que la había besado, se escondió horrorizada en las profundidades marinas. En cambio, él dejó caer el cadáver por la borda sin ningún viso de arrepentimiento por lo que acababa de hacer.

Los rumores sobre la desaparición del marinero que se crearon fueron tan dispares como erróneos, lo que le proporcionó un salvavidas sin apenas buscarlo. Él permanecía lejos del sentimiento de culpa. La imagen y el sabor de aquella joven que se repetía en su cabeza no dejaban hueco a los remordimientos.

Pasaron los años y su obsesión seguía repitiéndose en sueños. El ya capitán se había convertido en una habitación oscura buscando un rayo de luz, en un necio anhelando una sombra del pasado. Cuanto aquel día había sido permanecía oculto allá donde la luz solar nunca ha osado a hacer acto de presencia.

Aquella noche no pudo más y dejó de escribir; ya se había cansado de que su presente se atara a aquel escritorio de madera. El tiempo postrado en esa silla, fingiendo que su vida había sido un mar de aventuras apasionantes, se había perdido en el bote de tinta de calamar. La losa de su apariencia pesaba más que los años de trabajo lejos de tierra firme.

Miró la hora en el reloj de bolsillo que guardaba en el compartimento secreto de su chaqueta. Lo hizo por costumbre, no por necesidad. Cuando no hay marcha atrás no importa el tiempo que ha pasado, sino el tiempo que queda. Esas agujas de plata ya no le decían nada.

La tripulación festejaba en la bodega del barco por la Virgen del Carmen, patrona de los marineros. Aprovechó el alboroto para coger una de las redes y subir a la cubierta que había quedado vacía. Tuvo que dar dos viajes más, aunque esta vez a un piso superior, para subir un par de balas de cañón. Después de haberse atado los materiales a los tobillos, los lanzó con gran esfuerzo al mar y se dejó arrastrar por el peso y la fuerza de la gravedad. Hubiera dado la vida por la ínfima posibilidad de verla por última vez. Descendía a un ritmo de vértigo.

Las burbujas producidas por el movimiento y por el poco aliento que le quedaba le acariciaban la cara, como si el mar se despidiera de él con el cariño de una madre. Al dispersarse la cortina de aire atrapado, allí, al otro lado, pudo ver aquel cabello rubio que brillaba a pesar de la oscuridad de la noche. Aquellos reflejos iluminaron la penumbra de los últimos años, de ese sentimiento de soledad. Los ojos curiosos que un día conoció permanecían jóvenes, pero él sentía la decepción que guardaban. La belleza no se había alejado de su piel, era más fuerte que el paso del tiempo. Su último esfuerzo lo empleó en sonreírle.

El sueño se adueñó de él con el corazón tranquilo y, en poco tiempo, su cuerpo besó el suelo como si se tratara de su pluma, ahora descansando sobre el escritorio. Al final no supo si de verdad la consiguió ver o tan solo fueron alucinaciones debido a la falta de oxígeno en el cerebro, pero el capitán murió con una sonrisa en el rostro.


Segundo premio de relato breve en el concurso de literatura joven de El Campello.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Lo de Carmen no me mola

 Es posible que en las últimas semanas hayas estado de viaje con el móvil en modo avión (lo recomiendo). Quizá seas una persona huraña que a...